Esta semana he pensado en el futuro con una mezcla de imaginación, planificación, deseo y, a veces, de estrés. Involucrando proyectos que van más allá del presente inmediato y del temor galopante de las acuciantes crisis y advertencias de personas prudentes.
Como en el texto anterior (Diventidad), sigo preguntándome: ¿qué me mueve a intentar conocerme, a buscar definiciones que se escapan? Tal vez es el mismo impulso que me empuja a pensar el futuro: una forma de ubicarme en el tiempo, de dar dirección al caos.
El futuro toma muchas formas: herramienta práctica, construcción de sentido, detonador de preguntas: «¿Es real lo que no ha sucedido? ¿Qué responsabilidad tengo en lo que aún no ha pasado?» Inspira esperanza, ansiedad, ambición… y mucha curiosidad. Cómo pensamos el futuro dice mucho sobre cómo vivimos el presente, ¿cierto?
Entonces… ¿qué relación tenemos con el tiempo?
En muchas culturas occidentales modernas, el tiempo se concibe como una línea recta que va del pasado, atraviesa el presente y se proyecta hacia el futuro. Esta visión lineal está influenciada por el pensamiento judeocristiano (de creación a juicio final), el progreso científico y tecnológico que refuerza la idea de que el futuro puede y debe ser mejor que el pasado, y la economía capitalista que lo convierte en una proyección constante de crecimiento, inversión y productividad.
Pero hay más formas de entender el tiempo.

En muchas culturas indígenas (andinas, mesoamericanas o aborígenes australianas), el tiempo es cíclico. El futuro no es novedad absoluta, sino retorno transformado. Las estaciones, los ritos y las cosechas marcan un tiempo repetitivo y sagrado. El pasado tiene un peso espiritual y práctico, y muchas veces se consulta a los ancestros o tradiciones para orientar decisiones futuras.
Por ejemplo, algo que me ha roto la cabeza a mí y a quien se lo he contado (que yo sepa, seguro que a los antropólogos por los que tengo esta información también), en el quechua, idioma ancestral de los Andes, se dice que el pasado está «delante» (porque se ve) y el futuro «detrás» (porque es desconocido). Flipas, ¿eh? Surgen mil preguntas…
En culturas como la china o la japonesa tradicional, se ha tendido a valorar más el tiempo presente y su armonía: el confucianismo promueve una visión en la que el orden del pasado debe preservarse en el futuro. En el budismo, el futuro no tiene experiencia propia, es una ilusión proyectada por la mente. Se prioriza el equilibrio, la paciencia y el desarrollo lento, más que el progreso acelerado.
En varias culturas africanas tradicionales, el tiempo no transcurre en abstracto, sino que se activa mediante eventos comunitarios donde el futuro es «real» solo cuando llega y se vuelve presente. El énfasis está en la memoria colectiva y el mantenimiento de la comunidad. Por tanto, es más existencial que cronológico.

¿Qué ocurre hoy? Pues que vivimos en tiempos de globalización. Se mezclan las visiones, el futuro se imagina como algo a «construir» con tecnologías emergentes, la IA, el cambio climático… y a la vez resurgen visiones más lentas y comunitarias dinamizadas por movimientos de decrecimiento, ecología espiritual y filosofía del buen vivir.
Quizá lo que proyectamos como futuro es también una forma de autorretrato. Y por eso, pensar el tiempo se parece tanto a pensar quiénes somos.
¿Te resulta curiosa esta reflexión? ¿Te gustaría saber cómo creo que nos influye como especie humana la percepción del tiempo?
¡Salud, café y muchas filosofadas!

